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El clan familiar

 

 

Yo soy del 30. Las historias que van a leer en cierto modo sirven para pintar un entorno, porque se desprende que estuve siempre, por extracción, por formación, y fundamentalmente por convicción mucho más cerca del que cobra que del que paga. Afortunadamente sin traumas. Por suerte sin resentimientos. No tuve motivos. Creo haber vivido cosas que son privativas de aquellos que  nacimos y crecimos en Mar del Plata. Porque empleando un latiguillo siempre en boga convengamos que es la nuestra una ciudad atípica. A muchos chicos de aquellos años se les han modificado sustancialmente el paisaje, el panorama edilicio, los escenarios de su niñez.

 

Es curioso, suelo advertirles a los pibes que el mundo no comenzó a dar vueltas cuando ellos nacieron. Venía haciéndolo desde hace tiempo. La expresión produce efecto. Y muchas veces escuchan. Sólo que no siempre les digo que en una oportunidad, abocado a estudiar la casa que fuera de Dardo Rocha –Garay y Lamadrid.- conversé con un señor de apellido Genga, que me señalaba la alegría que le producía en la adolescencia, a él y al único compañero que tenía en la función de mensajeros del Correo, la llegada de telegramas para esa finca. Si lo recibía la mucama, les daba diez centavos de propina. Pero si él o su compañero tenían la suerte de ser atendidos por el dueño de casa, un señor bajito, de barba blanca, entonces la propina era de un peso. Para dar más calidez a su evocación me aclaraba que estaba hablando del Correo viejo…

- Lo conocí, le dije

 

Y hasta es probable que con cierta suficiencia le aclarara que yo también había trabajado en el Correo viejo, el que estaba en Santiago del Estero entre San Martín y Luro, cerca del actual, a pocos metros.

 

- No…

 

En su expresión había mucho de tolerancia.

 

- Ese era el nuevo. Le hablo del que estaba en San Martín y San Luis.

 

Ahí comencé a darme cuenta de que el mundo tampoco había comenzado a danzar a partir de mi nacimiento, y también comencé a otorgarle toda la importancia que tiene una hemeroteca. La nuestra está abocada a superar muchos problemas, pero aspirando a que sea una inmejorable fuente de información para la ciudad toda se ha constituido la Asociación Amigos de la Hemeroteca. Podríamos haberle puesto Asociación Agradecidos de la Hemeroteca, porque aún sin desenvolverse con facilidades económicas, ha servido para que buceando por días, meses y años, lleguemos a conocer la historia de nuestra ciudad, algo que recomendamos muy especialmente. Es una forma, conociendo el pasado, de sorprendernos menos con el presente.

 

 

Les decía que aparecí por el 30. Fue en el Hospital Mar del Plata, con la ayuda de la señora Ducchini una de las parteras más respetadas. Digo con su ayuda porque llegué de nalgas y con dos vueltas de cordón, circunstancia que cada tanto se recordaba en mi familia, en especial para practicar la saludable costumbre de mencionar las experiencias propias cuando se está comentando un parto reciente.

Los Trucco vivían todos juntos. Mi abuelo enviudó joven. Quedó con siete hijos. Mi padre era el mayor. Veinte años. Le seguían tres varones y después las chancletas, que fueron siempre “las chicas de Trucco”. Vivían en XX de Setiembre 2135, pasando Bolívar. Al poco tiempo de mi aparición, nos fuimos a la que ha sido la casa de mi infancia: a la vuelta, por Bolívar con su empedrado y manzanillas en las veredas. Era la típica construcción chorizo. Jardín al frente, una enorme palmera, piezas en hilera, galería, trotadora y al fondo el galpón que albergaba un Studebacker modelo 28, que mi padre trabajaba en verano como taxi. Porque los Trucco eran todos pintores (todos menos El Flaco, al que por algo lo llamaban Buenavida). Y el trabajo de pintura terminaba inexorablemente en diciembre.

En  esa casa fui patrón y soto. Seis tíos solteros. Y sus amigas o amigos sumándose. El fuerte olor a los tachos que se quemaban para volver a preparar la pintura; el cacareo de las ponedoras en el fondo; la canción del trabajo que llegaba desde la carpintería de Collo que estaba al lado; la temprana actividad en la esquina de Macchi, abastecedor; la hermandad de los Dini, los Grimaldi; el paso de la gente hacia el flamante Velódromo Municipal que estaba a un centenar de metros… todos son recuerdos que permanecen inalterables, frescos, evocados con unción.

En la mesa grande de los domingos, con las pastas y el estofado de pollo preparados por el abuelo, yo elegía el lugar porque todos me querían a su lado. Y las mejores presas eran para Don Cuco Maio, como me identificaba orgullosamente.

Cuando por escasez de trabajo marchamos a Buenos Aires, allá por el 34, recalamos en la zona del Hospital Muñiz, a una decena de cuadras de Plaza Constitución. En Vélez Sarsfield y Caseros, metros antes que la primera pasa a llamarse Entre Ríos, funcionaba una feria municipal a la que concurría mi mamá para abaratar costos en medio de la mishiadura. Con llamativa frecuencia compraba menudos, que por ese entonces –toda una pintura de época- incluian el triperío, con lo que después se hacía un muy particular “arroz con pollo”.

En medio de mi desorientación, impedido de salir a la calle, sin contactos con personajes como Quichua o El Salado, sin tíos que me llevaran en bicicleta, me sumía en profundas reflexiones, solía pararme en medio de la cocina y proclamar a los cuatro vientos que

 

- ¡Las gallinas de Buenos Aires son una porquería! ¡En Mar del Plata tienen patitas, alitas… aquí son pura tripa”

 

(Del libro Mi pueblo se llama Mar del Plata, de Mario Trucco)

 

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