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MAR DEL PLATA LO TIENE TODO

Texto completo del capítulo 3 del libro El deporte y la Vida

Tapa Mario Trucco El deporte y la vida.j

Hay decisiones familiares que en apariencia no tienen explicación lógica. Después con el tiempo uno va comprendiendo cosas. Por ejemplo, la curiosidad que despertaba en mí la decisión de mis padres de enviarme a casa de unos tíos, en un primer momento pensé como premio por haber terminado el período escolar primario. Y así fue como en diciembre de 1943 viajé desde Mar del Plata a la ciudad de Lomas de Zamora para residir con una hermana de mi madre, que estaba al frente, junto con mi tío, de una de las sucursales de La Superiora, una cadena de vinerías que alcanzó notoriedad durante esos años. Y pasé durante un par de meses la experiencia de conducir esos prácticos, funcionales, triciclos con los que se hacía el reparto de botellas y damajuanas. Es decir, un marplatense, premiado por su padres, enviado en pleno verano a pasar las vacaciones a una ciudad que curiosamente presentaba sus arterias, sobre todo las céntricas, adoquinadas. El asfalto iba supliendo las calles de tierra, pero los repartos más frecuentes y difíciles eran sobre ese empedrado. Con frecuencia me detenía a observar algunos de esos picados característicos, con un arco sobre cada uno de los cordones en veredas opuestas y que mostraban la pasión que se mantenía por el fútbol.

Terminados esos cotejos callejeros, con esa tendencia espontánea, fresca, sin especulación alguna que mueve a los chiquilines a rápidas amistades, el deseo de saber mi procedencia, y cuando decía que era marplatense no me creían. Encontré la justificación en lo profuso de una distribución de afiches por capital federal y algunas ciudades aledañas, las que conforman el Gran Buenos Aires, que eran obra de una tarea de mucha importancia –con el tiempo lo valoré- que desarrollaba la Asociación de Propaganda y Fomento de Mar del Plata. Decía como título, a una imagen de una bañista, una carpa, arena y mar, Mar del Plata lo tiene todo. Se creaba de tal modo una imagen que no hacía sino robustecer la curiosidad, las ansias, el sueño de mucha gente –de mi mismo pelaje- que no tenían posibilidades de veranear en nuestra ciudad. Era por entonces La Perla del Atlántico, un calificativo entre romántico y fantasioso, que por otra parte no debía sorprendernos porque nosotros también, a un lugar emblemático de la ya incipiente gran ciudad, identificábamos como La Perla y la sentíamos como muy nuestra.

Es decir, conocí la primera manera de identificar a la ciudad con cierto grado de eufemismo: La Perla del Atlántico. Con el correr de los años y en el ejercicio de la profesión, tuve la enorme suerte de compartir algunas, sólo algunas, de las inquietudes de un hombre creativo, de cine, de gráfica y de la radio, como fue Enrique de Thomas, Wing, que después de una exitosa trayectoria en importantes empresas capitalinas de medios de comunicación recaló en Mar del Plata, a la que vino por unos días y se quedó para siempre, afortunadamente.

Enrique de Thomas la calificó de Ciudad Feliz, quizá porque, inmerso como estaba en la zona céntrica, despertó en él ese calificativo, lo que observaba en sectores donde se desarrollaba la recreación de miles y miles de quienes residiendo en lugares distantes y distintos llegaban a nuestra ciudad para gozar de sus vacaciones. Tan justificada estaba esa identificación que la gobernación de la provincia, ejercida de forma más que aceptable por Oscar Alende, autorizó el uso, sin valor fiscal, de estampillas que hacían referencia a ese calificativo que era motivo de orgullo para los marplatenses. Un lobo marino, al que se acepta como primitivo habitante de estos pagos, y la mención de Ciudad Feliz. No había necesidad de buscar la quinta pata al gato. Era todo muy simple: se vivía en un estado de euforia, era la condensación de esfuerzos que a través de todo el año realizaban nuestros compatriotas en otros lugares que no eran el nuestro, pero que elegían el nuestro para pasar sus días felices de vacaciones.

Mientras tanto, el marplatense seguía aportando su laboriosidad, y por marplatense ya empezamos a entender al hombre residente en la ciudad, sin discriminación del lugar donde había nacido, porque el crecimiento aluvional en cuanto a su población hacía que hasta de manera irónica y resignada, aceptáramos que en un grupo cualquiera fuera el área en que se desenvolviera, posiblemente existieran más residentes de otras localidades que marplatenses nativos.

Y es Américo Álvarez, un hombre de Mar del Plata llegado a la ciudad después de haber nacido al pié del Ande, el que comienza como consecuencia de su enorme sensibilidad, a tener un concepto muy realista del poblado, y encabeza su correspondencia y hace referencia a la ciudad mencionándola como Mar del Pan. Y también estaba y sigue estando plenamente justificada esa designación, un tanto elíptica, quizá no tan aceptada, porque Mar del Pan significa que a esta ciudad ha llegado más gente en procura de pan que de plata, aunque muchos hayan venido en su procura y lo hayan logrado.

Por años y años, establecerse definitivamente en Mar del Plata ha sido un objetivo para miles y miles de visitantes, posiblemente con una imagen en cierta medida equívoca que pueda desprenderse del panorama que se observa en los períodos de verano. Y comienza entonces a crearse el problema de la necesidad real de mano de obra durante el resto del año, que desafortunadamente es mucho más extenso que el período cada año más breve que denominamos de temporada alta.

Mar del Plata propició la superación en la calidad de vida de muchos que la eligieron para residir. Paga tributo pero lo hace, debe hacerlo, sin queja alguna, porque no condicionó la radicación, no puso ningún tipo de obstáculos. Muy por el contrario, hasta la propició y la estimuló. Las consecuencias no son del todo agradables. Porque si en un aspecto recibimos los beneficios de esa capacidad que en distintas áreas de labor evidenciaron los recién llegados, es evidente que también ha llevado a que en estos momentos, quizá sin necesidad de ruborizarse, tengamos que aceptar las estadísticas que determinan que es una de las ciudades con mayor desocupación en el país.

Suelo decir, intentando ser gráfico y explícito, que la situación que se le presenta a Mar del Plata, a la que se ubica como la que expone una gran desocupación, y la estadística se asemeja mucho a una censura, sería el caso de aquel hombre generoso, que con disponibilidad de dinero ha mostrado un desprendimiento frente a muchos que acudieron a él en procura de ayuda, y que ya vacíos sus bolsillos como consecuencia de esa generosidad, está imposibilitado de seguir respondiendo como lo había hecho hasta entonces. Cualquiera puede ser la reacción ante esa situación, pero creemos que la menos justa sería aquella que calificara de amarrete o de avaro al hombre generoso que se fue quedando sin lo que entregó a manos llenas.

Incuestionablemente, los tres títulos con que hemos identificado a nuestra ciudad se ajustan a realidades palpables. Lo fastuoso de sus comienzos está representado por la denominación de La Perla del Atlántico y la alegría desbordante que hace que a partir de 1950 –no antes- se supere el millón de turistas arribado durante un verano está interpretada por la mención de Ciudad Feliz.

La necesidad de buscar el sustento fuera de sus lugares de origen a la que hemos hecho referencia está justificando el calificativo de Mar del Pan. Sólo que aguardamos, anhelantes, ansiosos y con mucha preocupación, que desaparezca y para siempre la justificación que encontramos en el hallazgo que la sensibilidad del mecánico, escritor y poeta mendocino tuvo con un profundo sentido realista y un profundo dolor.


 

***

He desechado las características del quejoso pero de cualquier manera me alcanzan las generales de la ley, aunque levemente. Uno siempre es muy benévolo en el autojuicio.

No le reclamo nada a la ciudad de Mar del Plata. Por el contrario, me ha dado muchas satisfacciones, alegrías, el bienestar de habitarla, por empezar, el compartir las costumbres que le son muy propias… pero me fastidia el viento.

Y hay una justificación, o un hilo para encontrar el origen de ese fastidio, que es mi formación como individuo, como integrante del vecindario. Y la época que me tocó vivir, con la llegada del cine de posguerra de Italia, con el corte de la melena a la romana, que significaba una tendencia a ser ordenado en el peinado. Eso se reflejaba en un detalle que todavía hoy podrá advertirse, quizá, en mucha gente mayor: el uso frecuente y sin mediar exigencias de escenario, del peine.

Del peine que se ofrecía en la venta del ambulante que subía a los medios de transporte, ese peine que servía tanto para la dama o el caballero, pero que en la calle lo usaba más el caballero, que se consideraba víctima de lo que es tan frecuente en la ciudad, que puede aceptarse cuando se trata de la brisa pero que resulta realmente molesto. A punto tal que -más allá del aire acondicionado que puede ostentarse en un automóvil- yo no hice nunca uso de las ventanillas abiertas, justamente porque me fastidia estar despeinado. Calculen ustedes lo que ocurre toda vez que esa brisa se transforma en una amenaza colectiva para quienes residimos en esta ciudad costera. Y más con el castigo que en los últimos años ha sufrido la ciudad con vientos mucho más fuertes que los acostumbrados, mucho más violentos y peligrosos que los que podía uno enfrentar en el cruce, por ejemplo, de San Martín y Córdoba por la alta edificación que produce corrientes mucho más agitadas. Y además porque hay detalles, hay imágenes, que gravitan en las decisiones futuras, aún cuando se hayan producido en tiempos distantes y en épocas distintas.

Recuerdo que, cansado de andar alquilando, mi padre compró un lote, aprovechando alguna ventaja que le otorgaba un trabajo extra que había conseguido para desarrollar los fines de semana en una época en que eclosionó la existencia de remates de terrenos en Mar del Plata. Años 40. Ciento veinte meses sin interés, en cuotas iguales, eran buenas ocasiones para aquellos que sabían que bastaba con que fuera suficiente el ingreso, aunque no sobrara, porque muchas veces no alcanzaba.

Consecuentemente, mi padre, obrero pintor, adherido al Sindicato Autónomo de Obreros Pintores, cuentapropista si lo prefieren, empecinado en proporcionarse sus propias órdenes, trabajaba los cinco días de lunes a viernes y el sábado inglés que se había impuesto recientemente. Y entonces, las tarde de los sábados y las de los domingos en particular, trabajaba de grupí, que fue una actividad un tanto temporaria en Mar del Plata, porque después desaparecieron esas grandes ofertas de terrenos cercanos o lejanos, pero que estaban al alcance de quienes podían asumir la enorme responsabilidad que significaba el pago de una cuota durante 120 meses.

Mi padre tenía ciertas mayores posibilidades, por vinculaciones con casas que se dedicaban a esos remates. En esa oportunidad había una oferta en la zona oeste de la ciudad, en derredor de La Juanita. Ahí compró el lote. Obviamente, exigencia sine qua non de aquellos tiempos, en la vereda del sol, en la calle 9 de Julio al 7500, exactamente la misma altura a la que sobre la avenida Luro se levantaba el almacén que le dio nombre al barrio.

No había servicio de luz eléctrica, y consecuentemente el vecindario que se fue formando en esas casi tres manzanas que significaban el loteo se agrupó para conseguir en la usina de General Pueyrredón la llegada de la luz eléctrica. Hubo que pagar el tendido de cables, la colocación de los postes y -aunque a regañadientes- después soportar que se colgaran, legalmente, porque estaba ya establecido, los que se iban agregando al vecindario.

Todo el frente de esos lotes estaba bordeado por una hilera de eucaliptus, plantaciones ya antiguas, ¡y hay que ver cómo silban las arboledas en las noches de viento! y cómo exudan también, mojando las calles de tierra y a veces hasta complicando su transitabilidad.

Ahí se instaló, y para hacerlo apeló al conocimiento que aunque empíricamente tiene todo hombre que haya participado en esa industria madre que es la industria de la construcción, porque los amigos, los compañeros de obra, son los que sin proponérselo enseñan, algo de albañilería, algo de carpintería. Comenzó adquiriendo dos cajas de esos antiguos elementos que fueron suplidos después por los contenedores y que servían para que la tienda Los Gallegos, todavía en permanente aumento de su superficie de actividades y de su prestigio, trasladada por vía marítima la ropa procedente de Europa.

Cada uno de esos cajones se vendían a 30 pesos. Obviamente con maderas crudas, minga de estar machimbradas, era simplemente de carácter estrictamente funcional y de uso transitorio.

Con los 60 pesos y la tirantería comprada en Tiribelli afrontó la empresa de hacer su propia casa. Se trataba de los lingotes habituales de 3 pulgadas y uno de ellos fue cortado en trozos para ser adicionado a uno de los extremos de otros ocho tirantes, unidos con clavos y alambrados, para darle mayor fortaleza a la unión, porque ese extremo del tirante iba a ser enterrado y serviría de columnas para un rectángulo que significaría todo un ambiente, apenas dividido por un machimbre que separaba el dormitorio-comedor de la cocina, donde fue colocada lógicamente la Istilart, producto de la metalurgia de Tres Arroyos. Cocina económica. Su nombre lo dice todo. Difundida muchísimo en la zona agroganadera de la provincia de Buenos Aires y en las casas humildes de la periferia de Mar del Plata. A leña. Aunque se utilizaban huesos, y en ocasiones simplemente marlo, que todo era bueno para calentar y hacer la comida y para poner en condiciones de temperatura al agua que se depositaba en una especie de recipiente que iba adicionado y formaba parte de la misma cocina económica. El techo, excesivamente sencillo, fortalecido por roberoy1, porque todavía no sabíamos que la doble o se pronunciaba u. Hasta que llegó Archie Moore al país, un boxeador de peso semicompleto que fue uno de los que deslumbró a principios de los 50 y fue campeón del mundo ya teniendo muchos años encima.

El roberoy, y después el deseo de sujetarlo bien y de que aguantara. No alcanzaba la aspiración para también modernizar el piso, que siguió siendo de tierra, pero con un tratamiento tan perseverante, tan decorosa y dignamente desplegado por mi madre usando agua y jabón, que llegó un momento en que, barriéndolo, no se levantaba polvo. Eso sí, nunca pudo evitar, por razones de dimensiones diría yo, de alcance, que debajo mismo de la cama de dos plazas apareciera sistemáticamente una pequeña hilera, un hilito de pasto absolutamente debilucho, blancuzco, jamás recibió sol, al que no podía dominar mi madre con la pasada desde uno y otro lateral de la cama. Es decir, dando bandazos con la escoba.

Los eucaliptus de enfrente cobijaban, sobre todo en horas de la mañana, del sol fuerte en verano, pero constituían también y lo sabíamos todos, una amenaza porque por esa zona los vientos parecían más fuertes, o castigaban más, porque la resistencia, la oposición, las disponibilidades defensivas, también eran menores porque escasa era la inversión que en eso se ponía.

Cuando los temporales, que siempre existieron en mayor o menor medida, azotaban esa zona, el peligro inminente era la caída de uno de esos eucaliptus, que se viniera cruzando la calle hasta donde nosotros residíamos. Ese era uno de los riesgos. El otro era observar cómo cimbraba el techo. Era una cosa realmente amenazante. Claro, yo creo que tenía la elasticidad que, dicen, tienen las grandes obras de cemento armado, precisamente para que no se resquebrajen. Eso yo lo pude advertir con los años en alguna cancha importante, ya en funciones de trabajo. Sí, es cierto, se mueve hasta ser una amenaza y que obliga a tomar medidas de precaución para asegurarse que corresponde a una ley física prevista en la construcción.

Lo nuestro era excesivamente empírico como para andar pensando en esas cosas. Simplemente temíamos que se volara el techo, al igual que teníamos recelo cuando veíamos la declinación de algunos eucaliptus.

Esa noche yo llegué muy tarde a mi casa. Muy tarde porque demoré la partida, de por sí difícil, porque eran varios kilómetros de distancia entre el centro de la ciudad y el lugar donde residíamos, y porque la tormenta y la lluvia eran realmente un impedimento total y absoluto, sobre todo sabiendo el viento en contra que teníamos que observar en la zona del Molino, y después del Monolito –lugar que conocíamos con ese nombre porque señalaba el punto final de la ruta 2- y allí estaba lo que fue la base para la futura rotonda, donde podía uno encaminarse hacia la capital federal, 404 kilómetros, o por la angosta ruta, curva y puente angosto inmediato, que unía Mar del Plata con Balcarce en primer lugar.

Llegué mucho después de medianoche, para tranquilidad de mi madre, que seguía con sus propios problemas, y para la consabida advertencia de mi padre acerca de lo que significaba en esa casa la demora en el regreso.

Todos compartíamos el mismo temor. Todos sabíamos que estábamos amenazados por el temporal. No vivíamos el extremo peligro que puede significar ahora habitar una Villa de Emergencia, pero conocíamos que la violencia con que azotaban el viento y la lluvia podía llevarse todo.

Mi madre era la única que susurraba, y no alcanzaba tampoco a escuchar, más que nada adivinaba, por frecuencia, por saber que era una costumbre que venía de más allá del Atlántico, cuando abandonaron los abuelos la aldea gallega. Algo así como Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, guarda el pan, guarda el vino, guarda la gente por su camino… Dicho esto entrecortadamente.

Nadie aflojaba. Pero estábamos todos excesivamente preocupados. El único que se mantenía en pie, porque los demás compartíamos el mismo dormitorio, era mi padre, sin haberse quitado la ropa, como dispuesto a obrar de inmediato si sucedía lo que estábamos temiendo.

Mientras tanto los eucaliptus seguían diciéndonos, desde la vereda de enfrente, que la cosa se hacía cada vez más pesada. Y el techo, ese techo de roberoy, tablado y las tablillas que trataban de fijar otra vez el tablado en forma definitiva, crujía, se soliviantaba, parecía que iba a volar.

Y ahí surgió con mucha fuerza ese sonido vocal que no fue un grito, que fue como una afirmación categórica, tremenda mezcla de temor y amenaza al mismo tiempo. Él sabía con cuánto amor había levantado ese rancho de madera y aunque le había dejado el piso de tierra porque la cosa no daba para más, él sabía que había clavado y había alambrado.

Nunca lo vi tan decidido. Digo que lo había visto regresar de la obra y abocarse a la quinta a preocuparse para ver si había juntado suficiente hinojo para pagarle a los conejos que había albergado en una conejera hecha con tablas de cajones, y se preocupaba a ver si le había dado de comer a los conejos, que no hacen más que comer y comer. Y lo había visto en algunas actitudes firmes, pero esa noche fue distinto, esa noche me parecía que hasta con la brocha gorda hubiera defendido nuestra casa si era necesario frente al furor de la naturaleza.

Y lo escuché decir algo que todavía hoy vibra en mis oídos, porque sé que tenía la seguridad completa de lo que afirmaba. A lo mejor tenía tanto miedo como nosotros, pero era el Jefe de Familia, el hombre que había asumido, apenas veinteañero, la responsabilidad de ser jefe de familia.

Y ahí estaba, con su mujer y sus dos hijos, desafiante, en el medio, plantadas las alpargatas en ese piso de tierra, y dijo, más para que lo escucharan desde arriba que para que lo aplaudiéramos por su decisión los que estábamos junto a él:

  • ¡Lo va a tener que arrancar de cuajo!


 

***


 

En más de una oportunidad hemos hecho referencia a la espera, ansiosa espera de la temporada que caracterizaba al viejo vecindario de Mar del Plata, en la seguridad de que el incremento de la actividad como consecuencia del aluvión turístico iba a dar también nuevas fuentes de trabajo. A tal punto que con el correr de los años muchas de esas actividades se han ido diluyendo, hasta caer en el olvido: el repartidor de fotografías, por ejemplo; el mensajero de Correo que distribuía los telegramas que eran una de las formas más rápidas de comunicación de entonces, y para la gente grande que tenía inclusive la obligación de adquirir algún grado de solemnidad por dar la apariencia de cierta solvencia, un trabajo que también ha dejado de ser una ocupación complementaria para aumentar el ingreso: el de grupí. Se pronunciaba así. Ignoro cómo se debe escribir, ni hace falta, sé si el significado: era aquel que alentaba el entusiasmo de quienes concurrían al remate de tierras. El remate era una cosa usual, de todas las semanas en determinados períodos del año. Había grandes ventajas para la adquisición de esos terrenos, y la habilidad del rematador consistía en el hecho de seguir incitando, volcando elogios sobre las bondades que deparaba la oferta, y al mismo tiempo monitorear la participación de los concurrentes. La cosa estaba asegurada aún con mal tiempo en muchas ocasiones, con una enorme carpa, a la manera circense. El disparo de bombas, en una ocupación que destacaba la presencia de una figura singular, la de Quichua, que falleció en 1943, el 4 de mayo. La pluma de Agustín Rodríguez, una figura señera del periodismo marplatense, destacó su trayectoria en una nota que apareció al día siguiente en La Capital junto con un par de avisos fúnebres participando el deceso del viejo lanzador de bombas, que convocaba tanto para las fiestas patronales, como para una celebración de efemérides como para los remates. Y ahí estaba, bien temprano, incitando a la concentración. Llegaba de a poco el público, se sumaban aquellos que formaban parte –esto dicho con todo respeto- de la troupe que trataba de elevar, o hacer más justo si se prefiere, el precio de los terrenos. Y ante el entusiasmo de algunos participantes los acicateaban aumentando la oferta más reciente, hasta llegar lógicamente a una cifra que las partes actuantes consideraban que estaba acorde con el valor del terreno y la pretensión de ganancia con su venta.

El grupí. ¿Cuántas veces vimos a vecinos nuestros, de puro chiquilines curiosos que éramos, que tenían a lo mejor ya instalada su casa, participar con cierto entusiasmo –con el tiempo nos fuimos dando cuenta de que era toda una escena- del pretendido deseo de hacerse propietario de esos terrenos que ofrecían tan magnífico panorama, según la expresiva y por momentos altisonante palabra del rematador. Todo un personaje dentro de la ciudad, que crecía y crecía.


 

***

Entre los muchos problemas surgidos en los últimos años en una ciudad tan compleja como la nuestra, está el de la presencia masiva de los vendedores ambulantes. Y uno recuerda que habría que referirse a las pequeñas causas, grandes efectos porque había un sector muy exclusivo para la escasísima actividad de aquellos vendedores ambulantes que nos sorprendían en base a una exhibición de supuesta habilidad. No me estoy refiriendo a quienes, empleando la caminata como único medio de traslación, visitaban con interesantes ofertas y mejores posibilidades de pago a las distintas familias de la ciudad. Me refiero a aquellos que ocupaban un sector determinado y en breves períodos con abundosos intervalos. El lugar era un escenario de los marplatenses que se animaban a trasponer desde zonas distantes la avenida Independencia, y era la caminata, la culminación de un paseo que terminaba en el entonces flamante Palacio Municipal.

Estoy hablando de los años 40 y el Municipio nuevo se inauguró en noviembre del 38. Ahí, con un compañero de aventuras, con el atardecer preferentemente, comenzaba la tarea de los vendedores ambulantes, que en principio no era sino la exposición de una oferta muy tentadora, que había sido la consecuencia de la iniciativa de determinadas empresas nombradas muy pomposamente, empeñadas en difundir determinados artículos. Podían ser hojas de afeitar, pequeños utensilios para el hogar, pero la atracción del público estribaba en la habilidad con que hacían obedecer a un pequeño muñequito que danzaba, bailaba, saltaba y perdía por completo la vertical hasta quedar prácticamente muerto sobre la vereda, sin advertir la mayoría de nosotros, que también nos sumábamos, ávidos de ver esas demostraciones, que un compañero a un par de metros era la continuidad del muñequito a través de un hilo de coser color negro con el cual realmente hacía malabares. Y después venía la oferta. La aparición de otro, abarcando una tremenda víbora su cuello que siempre resultaba ileso, la gran facilidad de palabra que les destacaba a todos ellos.

Y la cosa se fue transformando. Como se fue transformando todo. Porque dentro de ese breve trayecto de poco menos de tres cuadras, también ediliciamente resultó un cambio fundamental, asombroso, impredecible. Por ejemplo, en estos momentos situarse en la esquina de la avenida Luro y Catamarca, para quienes reunimos ya algunos años, significa automáticamente evocar un panorama totalmente desaparecido en la actualidad. En una de las esquinas Casa Muñoz, que nos enteramos que no tenía nada que ver con esa firma que en la capital federal había tenido tanta difusión a través de un significativo pero simple slogan: Casa Muñoz, donde un peso vale dos. Nos enteramos que como la familia propietaria de ese establecimiento marplatense era de apellido Muñoz no había ningún impedimento legal para que empleara el mismo nombre de la afamada tienda capitalina. Ahí después, para sorpresa de todos aquellos que concurríamos a la Escuela Normal, se estableció la sucursal del Banco Hipotecario Nacional. En principio, de pura ignorancia, creíamos que la cosa era simplemente ir a pedir plata. Ni imaginábamos –estamos hablando de promediando la década del 40- la notable función social que el Banco Hipotecario iba a cumplir en Mar del Plata, otorgando con grandes facilidades préstamos para el cumplimiento del sueño postergado por mucho tiempo de la casa propia al asalariado marplatense. Después, el desplazamiento del Banco Hipotecario, donde trabajaron muchos amigos nuestros, como Bernabé Blas María, que se jubiló en esa tarea además de ser corrector en varias publicaciones gráficas de Mar del Plata. Casa Muñoz se trasladó luego a la esquina de Rioja y Luro distante una cuadra. Haciendo cruz con ese lugar ocupado por el Banco Hipotecario estaba Casa Boo, que era una de las muchas tiendas con bien definidas características que desde tiempo inmemorial se habían desenvuelto en la ciudad, desde el Baratillo Galli, conocido a través de la referencia de nuestros mayores, hasta lo que podemos recordar con total facilidad: Casa Galver, Blanco y Negro, Famularo, Beige. Los había de otra categoría, como Ciudad de Messina, Sportman, que incluso engalanaron durante todo el año con sus vidrieras el sector céntrico de la ciudad.

De Casa Boo, el recuerdo es de muchos amigos, todavía imberbes, trabajando en tareas simples o como ayudantes administrativos, entre ellos uno que todavía nos dispensa la calidez de su amistad, como Rubén Amiazzi, con el tiempo especialista en venta de calzado para damas, en casas muy prestigiosas de Mar del Plata.

Casa Boo dio lugar después a la construcción de diversos locales. Las otras dos esquinas, una perteneciente a un apellido ilustre dentro de diversas áreas de labor de Mar del Plata. El título lo recuerda permanentemente: Al Gran Bazar Tiribelli. Y haciendo cruz una frutería, conservando todavía con mucha altivez costumbres pueblerinas de fruterías en pleno centro y ocupando sectores amplios de la vereda de la avenida. En el subsuelo de esa frutería, un taller gráfico, propiedad de don Ramón López Osornio, que había llegado a la ciudad procedente de Balcarce con el feliz cargamento sobre sus espaldas, que significaba el conocérsele como un hombre con convicciones políticas que le habían resultado tremendamente perniciosas para su actividad y hasta para su integridad física, y que seguía manteniendo. Don Ramón López Osornio, que fue objeto de una operación en la garganta, mantuvo durante años la firmeza de un carácter indominable pero al mismo tiempo la predisposición y solidaridad adornada con una alta dosis de cultura que le permitió ocupar un lugar preferente dentro de las personalidades de la ciudad.

Nada ha quedado de eso. Se fueron aparentemente junto con el chirriar que provocaban en las vías las ruedas de los tranvías que pasaban rumbo a la costa, al cementerio o al puerto. El cambio ha sido total y absoluto. Todo se ha transformado en grandes galerías para la exposición de las ofertas en materia de comercio, han suplido en su casi totalidad a las tiendas tradicionales. En el lugar donde funcionaba la frutería se levantó un gigantesco y moderno edificio. Indudablemente, lo que ha crecido también, y en forma insospechada, fue aquel grupito de vendedores ambulantes, que han llegado a ocupar ahora vastos y estratégicos lugares de la ciudad.

A pocos metros de esa frutería, ya para el lado de Rioja, una librería inolvidable, la de Maldonado, donde una de las personas que más conocía Mar del Plata, María Luisa Maldonado, tenía la deferencia de ilustrarnos sobre muchos motivos que nos apasionaron siempre, y la delicadeza y el cariño que demostró al dejarnos como herencia dos de las famosas fotografías en sepia obtenidas con ojo de pescado, según decían, y que mostraban a la Mar del Plata de las primeras décadas. Poco antes de fallecer, María Luisa le recomendó a sus hermanas que esas dos fotografías me fueran entregadas. Las atesoro por el doble, igualmente poderoso, motivo de testimoniar un desprendimiento que mucho agradezco y porque constituyen también verdaderos documentos de cómo ha ido cambiando todo.


 

1 Actualmente se lo escribe ruberoy o ruberoid. Técnicamente son fieltros alquitranados.

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